Migren Matanga, una agricultora de 58 años y madre de cuatro hijos, creció en la aldea de Toruzumba, en Rushinga, al norte de Zimbabue, con una fuerte preferencia por cultivos comerciales como el maíz y el algodón. Durante años, rechazó los cereales tradicionales de grano pequeño, como el sorgo y el mijo. En aquel entonces, las lluvias eran abundantes y estos cultivos resultaban más rentables.
Sin embargo, a finales de la década de 2010, las prolongadas sequías y la caída de los precios del algodón —provocada por el colapso de la industria textil y la inestabilidad monetaria— llevaron a Matanga a replantearse sus prácticas agrícolas. La pérdida de cosechas por la escasez de lluvias la hizo buscar nuevas soluciones para enfrentar los efectos del cambio climático.
En 2020, Matanga se unió a un grupo de agricultores locales que participaban en la Iniciativa de Resiliencia Rural R4, liderada por el Programa Mundial de Alimentos (PMA). El programa promueve la agricultura de conservación en regiones semiáridas como Rushinga, donde las condiciones dificultan la agricultura convencional. Según cuenta, fue elegida por otros campesinos para representar a su comunidad y aprender nuevas técnicas sostenibles.
Como parte de la iniciativa, los agricultores trabajan en grupos de 10 y cultivan tanto con prácticas de conservación como convencionales, cada una en parcelas de 0,2 hectáreas. Prueban variedades resistentes a la sequía como el mijo, el sorgo y el frijol caupí. La agricultura de conservación implica una alteración mínima del suelo, rotación de cultivos y retención de residuos vegetales, lo que mejora la gestión del agua y la salud del terreno.
A pesar de las duras condiciones provocadas por El Niño en la temporada 2023/2024, Matanga logró una buena cosecha gracias a estas prácticas sostenibles. El fenómeno climático agravó la sequía en Zimbabue, dejando a más de la mitad de los 15,1 millones de habitantes en situación de inseguridad alimentaria. En respuesta, el gobierno declaró oficialmente la sequía en abril de 2024 para movilizar apoyo nacional e internacional.
«Antes despreciaba los cereales de grano pequeño, pero ahora sé que son resistentes a la sequía y maduran rápido», dice Matanga, mientras observa con orgullo sus campos verdes de mijo y sorgo. Aunque sus cultivos de maíz —no incluidos en la iniciativa— produjeron menos, está agradecida por los resultados de la agricultura de conservación.
Estos cereales tradicionales no son nuevos en el país. Antes de la colonización británica, las comunidades zimbabuenses ya los cultivaban. Sin embargo, el dominio colonial impuso el maíz y otros cultivos importados, desplazando las variedades locales. El mijo y el sorgo son ideales para zonas semiáridas, ya que requieren poca agua y se adaptan bien a suelos pobres sin uso intensivo de agroquímicos.
Expertos como Christian Thierfelder y Blessing Mhlanga, del centro agrícola internacional Cimmyt, respaldan estos métodos. Aseguran que la investigación en campo junto a los agricultores ha demostrado que la agricultura de conservación supera al método tradicional, especialmente en años secos. La información obtenida les permite ajustar qué especies sembrar según las condiciones climáticas de cada temporada.
Los conocimientos adquiridos por Matanga y otros agricultores ya se están compartiendo con unas 200 familias en Rushinga. A través de ferias, visitas de intercambio y jornadas de campo, los agricultores están promoviendo el aprendizaje entre pares. En paralelo, el consumo urbano de productos derivados del sorgo y el mijo está en aumento, especialmente en forma de sadza, lo que representa una nueva oportunidad económica para estos cultivos tradicionales. Matanga espera guardar parte de su próxima cosecha para su familia y vender el resto en su comunidad.